Parte I - Capítulo 1 - A las puertas del camposanto


Parte I - Capítulo 1




A las Puertas del Camposanto

Lima, finales del 2008.

La vieja carraca se movía con dificultad por las empinadas calles aledañas al cementerio. Al volante de la máquina artrítica, el inspector Torres se preguntaba qué era el alma. Extraña pregunta para un policía, pero relevante cuando uno estaba a punto de ocultarla en un cadáver recién muerto. Esquivando los obstáculos del camino, buscaba los pensamientos correctos antes de morir. ¿Había habido algo verdaderamente memorable en su vida? ¿Algo a lo que mereciera la pena aferrarse? Los montones de basura acumulados a ambos lados de la calle proporcionaban un desagradable contrapunto a sus pensamientos.

El coronel. Torres había rechazado su invitación para formar parte de su trama de diablos roba-almas. En su trabajo al frente de la Oficina de Casos Clasificados, había acumulado suficiente información como para saber que entrar al grupo del coronel y perder el alma eran una y la misma cosa. Según sus averiguaciones, el coronel pertenecía a una secta diabólica antigua, pero que recientemente estaba inmersa en una especie de resurgir. Al parecer, los vampiros, por así llamarlos, habían encontrado una manera de incrementar su poder. Su proceder era siempre el mismo: escogían un novicio humano que recibía ciertos poderes al robar el alma de otro ser humano en un sacrificio. El nuevo vampiro disfrutaba de ilimitada energía, podía transformarse en animales, volar, leer la mente de los humanos e implantar imágenes e ideas en otras mentes. Además, al pobre diablo se le hacían una serie de promesas sobre lo mucho que podría incrementar su poder a través de diversos ritos. Lo que no sabían los novicios era que su idilio con el mal no iba a durar mucho, en realidad, solo iban a servir de alimento para otros diablos más poderosos. Esa era precisamente una de las nuevas maneras de descubrir nuevos poderes que habían diseñado los poderosos. Una especie de cadena alimenticia, una masacre de vampiros que se estaba convirtiendo en una auténtica vorágine fuera de control.

Un volantazo a la derecha para esquivar un perro callejero. ¿Y los perros? Se preguntó, ¿tendrán alma los perros? Ahora, “chuparles la sangre” a los descendientes de los dioses, era la nueva teoría. Si conseguían identificar y robar el alma a un dios o a un semi-dios, ¿qué poderes infinitos podrían conseguir? En su obstinada carrera por obtener más poder, los diablos habían conseguido establecer contacto con el dios destructor y come-niños Wakón, quien iba a ayudarles en su nuevo cometido. Al menos, eso parecían indicar sus últimas investigaciones, por increíble que pareciese.

En el laberinto de callejuelas, Torres intentaba recordar las direcciones que le había dado la chamanesa. En menudo sito te escondes, María, pensó. El camino se hizo demasiado estrecho y el inspector se vio obligado detener su auto. Respiró sin salir a la calle. Respirar tenía una importancia nueva antes de morir. Qué extraño. Recordó su última reunión con María en una iglesia del centro de Lima. Lo estaba esperando, le había dicho ella cuando lo vio, he recordado el futuro. Palabras que lo dejaron impactado. La chamanesa ya estaba al corriente de todo, preparándose para la batalla. Así había llegado Torres a conocer a María, descendiente de emperadores, protectora de un linaje de semi-dioses. Los diablos han descubierto algo sobre su nieto y se preparan para atraparlo, le advirtió él. Wakón está a punto de despertar, le respondió ella, sé que viene a por mí y a por los míos, es una antigua pelea. En esa primera reunión hablaron sobre su “viaje”. Desaparecer era la mejor estrategia para él, para su alma. Después, ella se encargaría del resto, de Wakón y de todos sus diablos.

María vivía en un lejano barrio de Lima, allá donde acaba la ciudad y empiezan a elevarse los Andes. Al lado del camposanto más grande del mundo, donde las casas trepan por los fríos cerros y se pierden entre el polvo y la oscuridad. En las pardas calles, su casa era difícil de encontrar. Había que dejar el carro abajo, y subir por las escaleras cerro arriba. Luego, había que preguntar a los vecinos, porque la casa estaba escondida, decían, como dentro de la montaña, rodeada de altas plantas.

Cuando Alberto Torres, sudoroso y sin aliento, por fin hubo encontrado la casa de la chamanesa, no supo cómo llamar para pedir entrada. Por ningún sitio se veía un portillo, un timbre, nada. Solo plantas. Pero la chamanesa siempre sabía si venían a buscarla y, apartando las matas, salió al encuentro del inspector de policía.

-Buenas noches, inspector Torres. Lo estaba esperando. Por aquí -indicó ella-. Disculpe el aspecto de jungla de mi jardín.
-No se preocupe -acertó a responder él.
-Adelante. Tome asiento, por favor.

En el interior de la casa, pocos amuletos o plantas mágicas, tan solo un altar en el que sobresalía una gran pluma de cóndor; agradables aromas, una sencillez como de otro tiempo. Geometría. Paz. María, joven para ser abuela, atlética, extrañamente moderna. Poderosa en su templo. El inspector se alegró de estar sentado porque empezó a sentirse mareado. Es muy posible que estuviese poniéndose algo psicótico. De alguna manera sintió unas ganas irracionales de agarrar la pluma del cóndor, pero su auto-control de policía le hizo permanecer en su sitio y guardar las apariencias. Antes de que el inspector pudiese abrir la boca, la chamanesa fue directa al grano.

-Entonces, ¿lo ha pensado bien? ¿Quiere seguir adelante con lo que hemos acordado? Recuerde que el viaje que quiere iniciar no es para cualquiera. Incluso con mi ayuda, podría fracasar -le advirtió ella.
-Estoy al corriente de los riesgos, no me da miedo la muerte. En realidad, no tengo alternativa. Procedamos, por favor. Y no se preocupe tanto por mí. Más bien, ocúpese de su nieto. Como ya le advertí, van a por ustedes. Especialmente a por su nieto.

-De acuerdo, le agradezco la advertencia -respondió ella-. Tengo aliados poderosos, evitaremos que Wakón despierte. Por fin vas a poder demostrar todo lo que vales, hijito -añadió como para sí misma-. La hora de tu viaje ha llegado.
-No va a ser fácil combatir a esos demonios. Usted sabrá cómo lo hace. Pero yo me voy. Y no es que tenga miedo. Como ya le expliqué, para mí, no se trata de vivir o morir, sino de encajarle dos goles al coronel de una sola jugada. Yo desaparezco y, a la vez, le doy una oportunidad a Espichen. Él podrá empezar de cero. Tendrá mejores oportunidades. Pero no se olvide de buscarlo. Hable con él. Yo le he dejado suficientes pistas. Sin ser demasiado explícito, por supuesto. Tiene que ser él quien descubra la verdad, de lo contrario, no se lo creería.
-Entonces, está decidido. Usted verdaderamente quiere morir.
-En realidad, tengo los días contados. En serio, prefiero ser yo quien decida qué pasa con mi alma.
-Está bien. Una vida por otra. Como ya le expliqué, una vez en el otro lado, solo tiene que dejarse llevar y proteger a la persona que quiere salvar para que no muera. En el viaje, usted verá solo lo que quiera ver, esto es muy importante. Usted morirá para salvar a la otra persona. Tiene que ver eso. Será como un sueño del revés, o sea, el sueño será su realidad y, la realidad será un sueño. Aquí en la Tierra, todo ocurrirá en un instante.
-De acuerdo. ¿Podemos empezar? -insistió él.
-Esto es bien sencillo. Intente recordar su futuro -explicó la chamanesa.
-Con el debido respeto, señora, recordar mi futuro no me parece algo que pueda hacer.
-Tranquilo. Intente recordar lo que hizo ayer a las dos de la tarde.
-Estaba terminando de almorzar.
-Ahora intente recordar el nombre que tendrá mañana. Se trata de recordar, de ver, no de saber -explicó ella.
-Mañana, sábado, si todo sale bien, ya no estaré aquí, en este cuerpo. Tendré otro nombre.
-El nombre es importante. Es la contraseña.
-Sí -obedeció el inspector Torres-, lo recuerdo, lo veo.
-Cuando su alma ocupe su nuevo cuerpo, si es que regresa, no recordará nada de su viaje. Su alma ya pertenecerá a otra persona y, sus recuerdos, quedarán perdidos para siempre. Procedamos.


A continuación, la chamanesa pronunció unas palabras sagradas.

-Repita la oración -ordenó la chamanesa.
-¿Así, no más? -preguntó él- ¿Sin drogas, sin hierbas, sin amuletos?
-Así, no más -respondió María-, como ya le indiqué. Primero la oración y luego el nombre para quedar profundamente dormido y acceder al viaje. Y recuerde la oración por si acaso. Si cambia de parecer y desea regresar a casa, podría estar a tiempo de hacerlo. Simplemente, use la oración.

María jamás hubiera accedido a ayudar a nadie con un suicidio, pero las pruebas aportadas por Torres eran contundentes. El coronel había iniciado una especie de purga. Muchos iban a morir, incluidos el inspector y el nieto mismo de la chamanesa. Además, si el policía era inteligente, podría superar el reto y salvar al menos su propia alma. Así que, en realidad, no era suicidio, si no una oportunidad de proteger un alma, de esconderla en el cadáver todavía fresco de una víctima.

-Si usted supiera lo que se avecina, usted misma desearía estar muerta, señora María. No pienso regresar. Y recuerde, proteja a ese niño -insistió Torres-. Y, por el amor de Dios, si es cierto que tiene poderosos aliados, ocúpese del coronel.
-De acuerdo. Las palabras, inspector -pidió ella.
-Una última cuestión, señora. ¿Qué va a pasar con mi cuerpo?
-Extraña pregunta para alguien con tanta prisa por desaparecer -observó María-. En su sueño, un demonio de fuego lo devorará. O lo que usted quiera, es su sueño, usted decide. Aquí, en la Tierra, no quedará nada de su cuerpo, ni cenizas.
-Perfecto. No quiero que encuentren nada. Nunca se sabe hasta dónde puedan llegar -respondió él.

El inspector Torres se reclinó sobre su asiento, pronunció las palabras sagradas y los relojes se pararon. Eran las ocho de la noche. Cualquiera hubiera podido pensar que la hora del día no era relevante cuando uno inicia un viaje al mundo de los muertos. Pero la hora era lo más importante. Ese mismo día, a las ocho en punto de la noche, moría un tal Juan Carlos Espichen, un compañero de la Dirección de Investigación Criminal. Estaba escrito. No se podía traicionar al coronel sin sufrir las consecuencias. A las ocho en punto, el tiempo se paró. Una puerta espacio-temporal se abrió y, los osados que viajasen a través de la misma, se enfrentarían a demonios horribles o encontrarían ángeles. Perecerían o vivirían. Fracasarían o triunfarían para siempre.

···

En una playa solitaria detrás del Morro Solar, dos matones de ojos vacíos disparan varios tiros a un maniatado Juan Carlos Espichen. Cuando, al día siguiente, el coronel se entere de que su delator no ha muerto, serán los dos hampones los que se lleven varios balazos. Sus cuerpos sin alma desaparecerán sin dejar rastro y nadie los echará de menos. Cuando se entere de que Torres se ha burlado de él, empezará a planificar su persecución. Lo buscará hasta en los confines del universo. Así eran las cosas con el coronel.

1 comentario:

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