Preámbulo. Lima, Perú. Año 2009.


Preámbulo




Lima, Perú. Año 2009.


Las ruedas del microbús rechinan sobre el asfalto. Iglesia, iglesia, grita el cobrador, avisen con tiempo. Los pasajeros se santiguan. Paradero, baja. Retrovisor derecho, retrovisor izquierdo, el Cuy se inclina sobre el volante, su brazo tiembla sobre la palanca de marchas. Volantazo, frenazo. Puerta que se abre, sube, sube. Bebé en brazos, entra un joven. Portazo. Un micro azul y blanco adelanta por la izquierda. Odio. Entre un amasijo de cables y hierros oxidados, una bota de cuero vieja aplasta el acelerador. Apártense de mi camino. Miguelito, te fregaste. Hoy no, hoy no me ganas el paradero. Sobre mi cadáver.

Julio Arce, un turista español, saca fotos entre las originales vacas que han instalado en los jardines del complejo de ocio de Larcomar. A estas horas de la mañana, el hotel Marriott hace sombra sobre los mamíferos de fibra de vidrio decorados por famosos artistas peruanos y Julio se plantea volver por la tarde a sacar sus fotos. De momento se conforma con escoger los encuadres. La estatua que implora perdón cayendo de rodillas, con el Marriott y la torre Telmex detrás, un ángulo desde el suelo que muestre el poder del nuevo Perú. La vaca negra con el corazón rojo y rosas de colores, en primer plano y, detrás, las sombrillas de diseño que tapan la vista del Morro Solar. En el objetivo, cuatro parapentistas acarician el acantilado en uve. Julio hubiese jurado que eran idénticos. Ahora los sigue con la vista, qué raro, parecen gemelos, y eso que uno de ellos es mujer. Sin saber por qué, siente un escalofrío y se le erizan los pelos, cuando una bulla enorme desvía su atención, y la de otros paseantes, hacia el Marriott. Cual carros romanos en la imaginación de un loco, dos microbuses compiten por el dominio de la pista. Los carros, invaden el espacio, la paz, el orden, y amenazan la seguridad de propios y extraños. Un retrovisor salta por los aires. El micro azul y blanco da un frenazo en el semáforo y el otro se lo salta. Qué útil es una cámara digital en estos casos. Dos semanas después, Julio Arce mostrará el video a su familia y amistades, quienes, con el típico acento y expresiones de la madre patria, comentarán lo alucinante que es viajar y conocer, las cosas que uno ve, sin saber que la escena verdaderamente increíble se dio justo detrás, entre los parapentistas, y Julio se la perdió.

Delia se muere de sueño de camino a su universidad. Por suerte pudo sentarse, pero con este traqueteo no es fácil dormir. Tengo que dormir, tengo que estar bien para mi examen. Joao nunca tiene suerte, otra vez le toca ir de pie, al menos vamos rápido, me llaman al celular. ¿Sandi? Se corta. Lady va a Lima centro, a ver si le pagan lo que le deben, hoy es mi día libre, otro día no puedo ir, ahora sube una señora mayor, perdí mi asiento. Bueno, no importa. Qué bonito se ve Larcomar. Si me pagan vendré el sábado con mamá. Adelantamos a otro micro, le cortamos el paso. ¿Hemos chocado? Estos choferes conducen como locos. Perdemos el equilibrio, los unos contra los otros. Una señora acompañada de un joven alto pide “paradero, baja”. Y ambos escapan al destino común que une a los pasajeros aparte de la mera coincidencia de viajar en el mismo microbús. Un destino que pudiera incluso hacerlos figurar en una misma base de datos, los unos junto a los otros, y ellos, sin saberlo.

Traquetea el micro pegado al de Miguel, volantazo a la derecha, volantazo a la izquierda, gasolina, humo. Ahí te quedas, Miguel. Me gano el semáforo y los paraderos de Larco. Larcomar, Larcomar anuncia el cobrador. Nadie baja, nadie sube. A toda velocidad a por los pasajeros de la siguiente parada. En el retrovisor, el micro azul y blanco como un rayo. Paradero, baja. Frenazo. Golpes en el lateral del micro, sube, sube. Y Miguelito que pasa por la izquierda. Una mujer vestida de atleta sube al micro. Al verla, a uno se le podría ocurrir el extraño pensamiento de que la mujer acabase de nacer. Sin anillos, sin bolso, sin ninguna marca de pertenencia, ni a un hombre, ni a un grupo social, ni a una tendencia de moda. Cada uno va ocupado en lo suyo, pero todos los pasajeros sienten su presencia. Esta mujer felina no es de las que suben a los micros, uno no se la imagina en ningún vehículo de transporte público. En realidad, uno no se la imagina. El micro está lleno, pero ella se abre paso con facilidad y se sitúa detrás del Cuy, mirándole a los ojos en el retrovisor.

Miguel adelanta de nuevo al Cuy. Paradero, baja. Pero el Cuy se salta la parada. El piloto no ve el asfalto caliente de febrero. Su cuerpo tiembla al mando de la vieja nave. ¡Chofer, paradero! Indignación. Golpes en los laterales del micro. ¡Chofer, pare el micro! Pero el Cuy solo quiere dejarlo todo e irse con esos ojos negros del retrovisor. Un taxi le corta el paso. Miguel se ha metido por su derecha y ahora la bota aplasta el acelerador y todos los hierros oxidados con mucha más fuerza. Los dos micros van volando, rebasan la municipalidad de Miraflores y se acercan al paradero. Toma pasajeros, Miguel, le dice una voz, cómetelos. Volantazo a la derecha. Te metiste conmigo, Miguel, en el día equivocado.

La calle está llena de gente a pesar del calor. Gente con nombres y apellidos, nombres que poco importan porque a pocos importa quién vaya a morir hoy en Lima. Y sin embargo, ahí están ellos, unos alegres, otros más bien deprimidos, la mayoría conformándose con lo que tienen. Unos caminan rápido, otros despacio y algunos descansan. Dos estudiantes universitarios, una de secundaria, dos cambistas al paso, una familia que sale de la hamburguesería Bembos (helados en mano), varios clientes que entran y salen de la tienda de ropa “La Quinta”, una señora mayor que viene del dentista, un pordiosero, y los que esperan en la parada, que no levantan la mano para llamar al micro, porque los dos micros que se aproximan están chocando el uno contra el otro. Algunos dan un paso atrás. La incredulidad paraliza a otros. Un señor distinguido se desliza entre la multitud, en su cabeza suena Holy Stone de Eat Static. Se abre paso entre la gente como flotando en un sueño, y en este sueño el sonido de la calle baja a cero, no oye nada más que el latido de Holy Stone, la caricia electrónica de sintetizadores. Cualquiera que lo viese pensaría estar viendo a Jesucristo abriéndose paso entre las multitudes, cuando una masa de hierro vuela hacia él, choca contra un macetero grande, se eleva en el aire, y se lleva por delante a varios viandantes antes de aplastarlo, arrastrarlo contra el suelo y despedazarlo. El micro por fin se empotra contra La Quinta, levantando toda la ropa en el aire. Y ahí, en la acera, quedan los restos del señor, mezclados con los cuerpos de otras personas.

Atrás, gritos de horror, una multitud que no sabe si ayudar o quitarse de en medio para no molestar. La policía en alerta. Lloros. Cristales rotos. Sangre. Los héroes natos se lanzan a ayudar y alguien grita que todos se aparten, que no se acerquen. En la acera sube la temperatura. Alguien ve manos y trozos de cuerpo que se convulsionan, un resplandor, una energía. Y entonces una llama se levanta y alcanza el depósito de combustible del micro. Los muertos tuvieron suerte, los vivos arden; los héroes ahora son héroes en llamas. Los testigos no podrán borrar las imágenes de su memoria jamás.

Cuando por fin se organiza el rescate, médicos especialistas examinan a los muertos, los certifican como tales y los disponen en hileras. Todos forman parte ya de una base de datos, con nombres y apellidos. Juntos para siempre. Juan Carlos Espichen, inspector de la Oficina de Casos Clasificados, vigila a los muertos, como es su misión desde hace unas semanas. Qué busca, qué espera encontrar, eso, ni él mismo lo sabe. Algunos paramédicos y rescatistas pueden ver cómo uno de los muertos certificados se estremece levemente, luego un suspiro eleva su pecho, y abre los ojos. No se levante, cuidado, puede tener algo roto. Voces de alerta, ¡doctor! Pero este muerto se levanta y camina con la cabeza alta, sin decir nada. Señor, no puede irse. El muerto ignora a los rescatistas y a la policía y se dirige, como un profeta entre las multitudes, hacia el parque Kennedy. ¡Señor, usted lleva más de una hora muerto, no puede irse! Juan Carlos sale corriendo detrás del muerto, le da alcance, le pone una mano en el hombro, señor, no puede irse. Pero cuando el señor se vuelve, es otro rostro el que mira. Disculpe, ¿usted no estaba...? No, no es usted... De todas formas, su documento de identidad, ¿me permite? Soy el inspector Espichen.

Una mujer en ropa deportiva se acerca desde la iglesia. Sus ojos felinos regalan al detective una mirada coqueta. Ya estoy aquí, cariño. ¿Quién es tu amigo? Nadie, un detective. Ha habido un accidente y me ha confundido con uno de los implicados. Mi documento de identidad, aquí tiene.

Muertos que resucitan. Vivos que se transforman. Juan Carlos Espichen tiene algunas teorías, pero tendrá que remontarse al pasado y recordar el futuro para comprender bien la herencia cruel que ha recibido de su compañero desaparecido Alberto Torres.

1 comentario:

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