Japón rebelde - Relato corto

Escrito en Lima, Perú, 2013. Cuando fui a Japón en el verano de mil novecientos noventa y siete, no sabía que viajaba a otro planeta, otro tiempo, otra dimensión. Japón me sorprendió con su tecnología futurista y sus costumbres medievales. Su proyección comercial hacia el mundo y su timidez infantil. Una superpotencia capitalista con preceptos socialistas no escritos. Una cultura rica y enigmática, fuente inagotable de incógnitas. Pero es que Japón es un misterio incluso para los mismos japoneses. Y de eso se trata precisamente, de mantener el misterio, de no cuestionar nada. Aceptación y reverencias. Orden social y éxito económico asegurados.

Pero no todo es sometimiento a las rígidas prescripciones socioculturales niponas. Una de las cosas que más sorprende de Japón, es la cantidad de indigentes que se ve por las calles, en los parques, e incluso en el metro. En algunos sitios forman auténticos barrios de cartón con su ropa tendida entre árbol y árbol, mesas y sillas de jardín para leer un rato al sol, plantas, perros, bicicletas aparcadas.

En los mejores parques de Tokyo, debajo de los puentes, en los descampados, los indigentes no se esconden. Todos los días, se dejan ver, acarreando bolsas, paseando en bicicleta o buscando en las papeleras de las calles y parques materiales para reciclar . En los siete años que pasé en Japón, yo quería entender ese submundo, esa sociedad dentro de la sociedad que decía “mírame, estoy aquí”. Pero existían barreras a ambos lados. Por una parte, mi propia timidez, me impedía hablar con ellos. Por otra parte, en torno al cartón y las bicicletas se erguía una especie de muralla invisible, por ningún lado se veía una señal que dijese “Bienvenido, se admiten visitas”.

Ese verano del noventa y siete, me vi sorprendido no solo por los campamentos de indigentes en un país tan rico y moderno, si no también por los numerosos hombres de negocios que se veían tirados totalmente borrachos por los suelos de las estaciones de metro; o el barrio de antiguas casitas de juguete donde me hospedaba, con calles estrechas, aromas orientales, el reloj detenido en no se sabe qué tiempo. Pero eso no era nada, tras dos semanas en la capital, me esperaban más descubrimientos en Utsunomiya, una ciudad poco conocida, al norte de Tokio.  Allí tuve mi primer trabajo, aprendí normas medievales sobre silencios y reverencias, a no preguntar nada, a ser invisible.

En Utsunomiya descubrí también la belleza del campo Japonés. Todos los fines de semana hacía largas excursiones de bicicleta y descubría tradicionales aldeas, altares escondidos, y festivales de primitivas raíces animistas. En cuestión de semanas, Utsunomiya se había convertido en el patio de mi recreo, pero, al cabo de seis meses, una mejor oferta de trabajo me llevó a Nagasaki, al otro extremo de Japón. No hace falta decir que la experiencia de Nagasaki fue igualmente fascinante y pronto me olvidé de la generosa ciudad que fuera mi primera maestra en Japón. No esperaba regresar nunca a Utsunomiya.

Cuando por fin tuve la oportunidad de acercarme a un campamento de indigentes, ya había pasado seis años en Japón disfrutando de un mundo al revés. Para aquel entonces, también Nagasaki había quedado atrás y estaba trabajando en Tokio como profesor de inglés y, los fines de semana, oficiaba bodas cristianas en diferentes salones de boda del norte del país. Qué gran casualidad fue que, algunos fines de semana, me enviaran a oficiar bodas a Utsunomiya y pudiera tener la oportunidad de zambullirme en la nostalgia de mi primer Japón.

Un fin de semana, me quedé después del trabajo e hice noche en Utsunomiya. Decidí que había llegado la ocasión de volver a visitar los parques, templos, ríos y montañas. Aunque, en realidad, lo que de verdad me interesaba era un tesoro escondido que había descubierto en un remoto valle seis años atrás. Quería saber si todavía estaba allí. Solo tenía un día y, la única manera de ver tantas cosas, era en bicicleta. ¿Dónde podía conseguir una?

Me acerqué a unas casas de cartón debajo de un puente. Sofás y sillones en el patio. Hombres charlando. Bicicletas aparcadas al lado. No creo que me presten una bicicleta, pensé, pero es la única manera de dar mi paseo. No tengo nada que perder. Por vez primera, me atreví a atravesar la muralla y, con el debido respeto y reverencias, me acerqué a los tres hombres que charlaban sentados cómodamente a la sombra del puente. Sus rostros inescrutables no mostraban si se sorprendieron al verme, o si les extrañó mi propuesta. Lo bueno es que accedieron a mi petición con la acostumbrada cortesía y pude dar mi paseo. Al final, no di con el tesoro. Me falló la memoria y no pude encontrar el camino. A mi regreso al puente, les llevé un poco de sake y algo para picotear. No gran cosa, las normas establecen pequeños obsequios. Además, ellos no parecían indigentes, sino rebeldes. Hombres al margen de la sociedad. Porque siempre son hombres. Hombres maduros. Hombres derrotados, quizá. No lo sé. Todavía me pregunto por qué se separan del resto. Y, en lo que a mí respecta, la incógnita quedará tal cual. Después de siete años en Japón, aprendí a respetar su cultura, el misterio, la fascinación por lo mágico de las cosas que simplemente se aceptan como son. Que otros hagan las preguntas. Una joven socióloga, quizá. Alguien que desee asumir el reto de adentrarse en otra dimensión del pensamiento y de la organización social.

···

Fue extraño regresar a Utsunomiya tantas veces después de haberla olvidado. A menudo me pregunté por qué el destino me hacía volver. Acaso ella no me había olvidado. Quizá mi maestra me quería. No te irás de Japón sin antes venir a despedirte de la ciudad que tanto te dio. Como en la mejor historia de fantasmas, lo inanimado cobraba vida y me llamaba, tal y como lo había hecho Japón durante cuatro años, antes de poner pie en la isla por vez primera en el verano de mil novecientos noventa y siete.

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