Una loca aventura por las selvas de Bolivia. Escrito en Utsunomiya, Japón, 2000.
Una vez más, comencemos
por el final.
Epílogo
Sigo sin saber por qué
me siento impelido a internarme a solas en la selva. A veces me
pregunto si ese impulso no responde a un deseo subyacente de ir a
cazar tigres sobre los lomos de las nubes con mi abuelo Félix.
* * *
La primera vez fue por
impulso, cuando vivía en la ciudad de Santa Cruz, Bolivia. Llevaba
seis meses haciendo unas traducciones para la universidad Nur y mi
trabajo había casi terminado. Habían sido seis meses bastante
extraños, de desorientación, sumergido en una sauna tropical,
respirando el polvo que levantaban los coches en las calles sin
pavimentar, bebiendo aguardiente bajo el encanto de la constelación
de Orión, durmiendo con salamandras y cucarachas. Mientras tanto,
sapos y ranas, vacas y jabalíes, caballos y cabras invadían los
parques; loros surcaban el cielo como en la selva; cigarras y otros
insectos vomitaban ruido, incansables. Había grillos en la ducha,
barro, gallos, perros, novias... Y la otra parte de la ciudad: los
bares de moda, las discotecas, los gringos, los traficantes, los
cochazos, las mujeres deslumbrantes. Todo muy mezclado.
Mis memorias de Bolivia
son surreales. Llegué al apartamento que me habían reservado sin
equipaje, pues la aerolínea lo había extraviado, y tuve que pedir
ropa prestada a un compañero. Eché una siesta en una cama desnuda
en una habitación vacía, tras lo cual salí de copas en una noche
que rezumaba humedad. Regresé a casa en un coche extraño, aturdido
por el cambio de horario y por el alcohol. Bajo la pobre luz del
apartamento abierto al cielo, flotaba el cuerpo casi inexistente de
un drogadicto. Por su causa, sobre el tejado de la casa de al lado,
hacía equilibrios una mujer que amenazaba a gritos con suicidarse
"...con tu hijo, si te vas!" La música de fiestas
distantes se mezclaba con los ladridos de los perros y los gemidos
infernales de los gatos. Enormes murciélagos hacían acrobacias de
aviador y las salamandras se acercaban a las bombillas para devorar
moscas. Así eran las noches. A veces, los murales de las paredes del
patio se levantaban en el aire como alfombras voladoras. En las
hamacas, que colgaban bajo el cielo, se balanceaban chicas de piel
morena, esperando su turno para compartir la vida con los hombres.
Creo que huí a la selva
despavorido. Metí comida para tres días en una mochila y salí para
Buenavista, mi punto de acceso al Parque Nacional de Amboró, una
jungla con la mayor variedad de aves del mundo además de jaguares,
pumas, y otros mamíferos... No me preocupé de llevar tienda de
campaña, ni botas, tan solo un machete. Quería aislarme en la
selva, sentía una llamada que me arrastraba como un vicio indomable.
De todas formas, recuerdo
que lo hice por impulso. En la ciudad de Santa Cruz me había dejado
llevar como un cerdo muerto por la corriente de un río, sin embargo,
ahora, quizá subconscientemente, añadía una nueva faceta a la
escultura de mi vida, iba a desafiar a la soledad y al peligro; pero,
como les suele ocurrir a todos aquellos aficionados a las aguas
turbulentas, cuando por fin uno decide escapar, es el río mismo el
que se lanza en una desaforada persecución. Al llegar a Buenavista
encontré que el pueblo celebraba las fiestas del arroz: música,
banquete, alcohol, concurso de belleza, baile y, por si fuera poco,
amigos de la ciudad. Terminé el último wiski a eso de las cuatro de
la mañana, dos horas antes de mi programada salida.
Al despertar no podía
recordar cómo llegué a la pensión. Imágenes de la noche anterior
se mezclaban con nubes de humo, robustas pueblerinas en bañador, e
interminables botellas de wiski. No pude ponerme en marcha hasta la
una de la tarde. Tenía que tomar un autobús hasta el cruce de
Huaitú, cerca del río Surutú y ni siquiera estaba seguro de dónde
tenía que esperar al autobús. Después de treinta minutos subiendo
y bajando la calle por donde tenía que pasar el vehículo, lo vi
llegar, lento y pesado, hundiéndose en los baches y emergiendo
después como una ballena. El techo lo llevaba cubierto de grandes
fardos envueltos en lonas y plásticos, de las ventanas salían
cabezas y brazos y, de la puerta de entrada, colgaban campesinos. Me
pregunté cómo iba a meterme en semejante hinchazón. El conductor
paró el cetáceo en una nube de polvo y los colgados me urgieron a
subir. Penetré en aquella masa humana y quedé preso entre los
cuerpos, la cabeza pegando contra el techo, sin poder ver nada. No sé
a cuánta gente pinché o corté con mi machete porque no se quejó
nadie. Llegamos al cruce de Huaitú a las dos y media de la tarde.
Según el guardabosque con quien me entrevisté en Buenavista, tenía
que caminar una hora desde el cruce hasta el río y atravesarlo en un
vado que, por ser temporada seca, no era profundo. Del río al
campamento base eran cuatro horas a buen paso.
En el río Surutú
comenzaba la selva antes, pero ahora se extiende una franja de
desmonte de unos quince kilómetros de anchura entre el río y el
parque nacional. Ahí viven inmigrantes del altiplano en una
existencia primitiva. Plantan maíz, plátanos, arroz, y tienen algo
de ganado y aves de corral. Viven en chozas, no tienen electricidad,
ni teléfono ni gas. Carecen asimismo de iglesia, escuela, y médico.
En las orillas del río trabajan los cascajeros, personas, la mitad
niños, que pasan el día entero enterrados en hoyos con el agua
hasta las rodillas, sacando grava y arena para la construcción. A
estos esclavos se les paga medio dólar diario. En la Bolivia de mil
novecientos noventa y seis, con medio dólar se compraba pan para un
día, pero no llegaba para una botella de leche. A lo largo de la
orilla del río se alzaban montículos de arena o de grava a cuya
base se encontraban las fosas de los cascajeros. Algunos estaban
enterrados hasta los hombros. El material para la construcción era
cargado a pala por esos mismos esclavos en camiones, cuyo destino era
el nuevo palacio de justicia de Santa Cruz.
Al otro lado del río me
esperaba la senda que me llevaría, a través de los ranchos y las
palmeras, hasta el campamento La Chonta. El guardabosque me había
proporcionado un mapita que él mismo había dibujado mientras me
explicaba que el camino era todo recto. En el mapa figuraba el cruce
de Huaitú, donde tenía que bajarme del autobús, el río Surutú,
el río Chonta y el campamento La Chonta. Una vez sobre el terreno,
tuve que atravesar infinidad de ríos y arroyos que no figuraban en
el mapa y, el sendero, como era de esperar, distaba mucho de ser
recto: había cruces y bifurcaciones por doquier. Los pobladores de
los ranchos me miraban con curiosidad, mientras yo sentía una
vulnerabilidad nueva: la que se siente en un territorio sin ley.
Además, había problemas que no tenían nada que ver conmigo: el
desmonte del parque Amboró es un escándalo que ha llegado a los
oídos de las agencias donantes de fondos para el desarrollo, las
cuales, para situarse en el lado correcto de la opinión pública,
presionan al Gobierno Boliviano para que intente controlar la quema
de la selva efectuada por los rancheros. Éstos, a su vez, ven su
modo de vida amenazado y han llegado a reaccionar violentamente ante
la presencia de extraños. Se decía, incluso, que no se podía
entrar al parque sin el permiso de los colonos. Es su territorio,
ellos han convertido la selva en pastos y plantaciones, es su vida,
lo único que tienen. Es muy bonito prohibir a los desposeídos
plantar plátanos cuando nuestro bienestar se basa en la explotación
del Tercer Mundo. A pesar de todo esto, no tuve problemas con los
pobladores, quienes se mostraban tímidos pero afables cuando les
preguntaba el camino a seguir. El escenario que se abría a mi paso
era, a primera vista, paradisíaco. Había hermosos prados donde
pastaba el ganado. Las palmeras decoraban los caminos acompañadas de
altos árboles tropicales. En los corrales de los ranchos correteaban
cerdos y gallinas. A veces se veían varias chozas juntas en lo que
parecía el nacimiento de un pueblo. El camino era ancho y se veían
huellas de vehículos todo terreno.
Pero, según me acercaba
a la selva, la senda se iba estrechando y empezaban a verse parcelas
de bosque quemado. Era una zona habitada por los colonos más pobres,
los pioneros de primera fila. De vez en cuando se veían chozas entre
la maleza y ya no había pastos. En esta zona, al doblar un recodo
del camino, topé con una señora desnuda que se encontraba de pie,
inmóvil como una estatua. Si todas las ciudades tienen sus
monumentos y todos los pueblos sus héroes, esta señora desnuda,
quemada, abandonada, se alzaba como símbolo vivo de su tierra. No le
di ni las buenas tardes, ¿qué iba a decirle? Ella tampoco habló.
Pasé de largo tan rápido como pude. En este paraje ya no se
distinguía bien cuál era el camino principal. A las seis y media de
la tarde crucé el río Agua Blanca. Al otro lado me esperaba una
espesura donde ya no se veía nada. Estaba anocheciendo. Había
llegado a la frontera. Me encontraba en un laberinto de veredas casi
bloqueadas por la vegetación, que se bifurcaban cada veinte metros.
Decidí fiarme del mapa: la ruta que señalaba se veía recta y
paralela al río Chonta, que quedaba a la derecha. En efecto, a mi
diestra se escuchaba la corriente de un río, pero no veía nada
porque solo disponía de una linternita de bolsillo que apenas
llegaba a alumbrar un par de metros. No obstante, resolví continuar
hasta que no hubiese camino. Al caer la noche empezaron a agitarse
todos los bichos del mundo arrojando sobre mis tímpanos una orgía
de sonidos ensordecedora. Comenzó a llover, pero no del cielo, sino
de los árboles. Cada diez pasos notaba en la cara la seda húmeda de
las telarañas que se extendían de lado a lado de la senda y que mi
linterna no llegaba a alumbrar. Por fortuna, tampoco iluminaba a las
moradoras de tan elásticas telas. En los claros del bosque podía
ver la luna llena a mi izquierda. Orientándome con la luna y el
sonido del río, pude seguir una trayectoria recta, tal y como
indicaba el mapa. Atravesé varios arroyos, pasé una zona arrasada
por aguas torrenciales donde desaparecía el camino, bajé un
barranco. En la selva, tan pronto se abrían espacios fantasmagóricos
como se cerraban, empujándome sobre la vegetación, empapándome de
rocío. En un momento dado escuché un sonido ronco y profundo a mi
izquierda, pero no me di por aludido y continué adelante en la
oscuridad.
Después de una hora
caminando a ciegas, llegué a un río. Lo atravesé. En la otra
orilla se extendía una colina con un claro. Milagrosamente, había
llegado al campamento La Chonta. Un letrero oficial leía: "Parque
Nacional de Amboró, área protegida por el Estado Boliviano,
Campamento La Chonta, lleve sólo sus fotos, deje sólo sus huellas".
Había vencido a la selva de noche, algo imposible, algo que, sin la
borrachera de la noche anterior nunca hubiese ocurrido. Entonces pude
sentir la mano del destino tejiendo el tapiz de mi vida
inexorablemente: no estaba ahí por casualidad. Todos los eventos
anteriores a mi viaje me habían conducido hacia esa experiencia
nocturna. Mi destino, dirigido por la misma fuerza que, la semana de
mi llegada a Bolivia, había empujado a dos estudiantes de mi
universidad por un barranco en esa misma selva, matándolos.
De eso se hablaba en
Santa Cruz seis meses antes, y de "la maldición del monte
Amboró", una interesante leyenda sobre tal monte y los famosos
jesuitas que establecieron misiones en las llanuras tropicales que se
extendían por las zonas colindantes entre los actuales Brasil,
Paraguay, Bolivia y Argentina. Como se sabe, estas colonias eran
prósperas comunidades cuyo gobierno tenía como objetivo el
desarrollo de los indígenas según ideales cristianos. Se dice que
los jesuitas pretendían poner en práctica utopías que, en el viejo
continente, hubiese sido imposible alcanzar; que las misiones eran
paraísos de justicia y felicidad; que los misioneros habían
impuesto una férrea disciplina religiosa; que tenían ejércitos
propios; que querían formar un estado independiente... No sé, el
caso es que sus actividades chocaron con los intereses de los poderes
coloniales y fueron expulsados. Pero, según cuenta la leyenda, unos
jesuitas malos, habían aprovechado su autonomía de la
administración española para amasar grandes tesoros. Estos
jesuitas, antes de abandonar su fortuna en América, prefirieron
esconderse con todo su oro en el monte Amboró. Allí lo enterraron y
perecieron con él, dejando tras sí una maldición que se cobra la
vida de quienes se atreven a internarse en la zona.
Por muy malos que
hubiesen sido esos jesuitas en sus buenos tiempos, yo les había
caído bien y me condujeron hasta el campamento, que consistía de
una cabaña elevada con un porche largo al que daban tres
habitaciones en fila cerradas con llave. A diez metros colina arriba,
en un cubículo aparte, había una ducha y un excusado sin agua
corriente, protegidos por una barricada de telarañas. A diez metros
colina abajo, también separada, se encontraba una cocina abierta
bajo un techo de palma. No había nadie. Intenté en vano abrir las
puertas de las habitaciones, pero desistí pronto, pensando que
serían morada de ratas y cucarachas. Las tablas del porche parecían
limpias, así que dejé mi mochila allí mismo y bajé al río a por
agua para cocer unos fideos chinos instantáneos. También conseguí
algunos palos secos para hacer fuego.
A pesar de la luna llena,
no se veía absolutamente nada en ese lugar. Me sentí vulnerable de
nuevo, convertido en una diana, iluminado por la lumbre de mi cocina.
A través de las inexistentes paredes penetraban enormes insectos
voladores atraídos por la luz; del techo llegaba el sonido del
trasiego de las ratas; sobre la mesa, las hormigas peleaban con otros
bichos por el aceite de la lata de atún. Me sentó mal la cena. Eran
las nueve de la noche. Eché mi saco de dormir sobre las tablas del
porche y colgué mi húmeda ropa de la baranda. Me dispuse a dormir
mientras miles de ojos reflejaban la luz de mi linternita, una
miríada de polillas que chupaban mi sudor en la ropa colgada. Me
tapé hasta la cabeza. Cuando empezaba a quedarme dormido, escuché
unos pasitos rápidos que tocaban la madera como un tambor: eran las
ratas que venían a curiosear. Mi brusco movimiento de alarma las
espantó. Volví a quedarme adormilado cuando volvió a molestarme la
percusión de los roedores. Las espanté de nuevo, y así hasta que
amaneció.
Me vestí, desayuné unas
galletas y, acompañado solamente de mi machete, subí río arriba
por el Chonta. Esa era la mejor manera de internarse en la selva ya
que al ser temporada seca, el río llevaba poca agua y se podía
caminar bien por sus riberas. Las playas del río estaban cubiertas
de huellas de jaguar, de pantera, de tapir, de venado, de armadillo y
de nutria. Aunque ya las había visto antes en el zoológico de Santa
Cruz, me sorprendió el tamaño de las huellas de jaguar, tan grandes
como la palma de la mano. Antes de mi viaje a la selva, había ido al
zoológico de Santa Cruz, donde está representada toda la fauna
autóctona. Allí había podido comprobar que los jaguares son tan
grandes como tigres, y las panteras también. Un vejete que trabajaba
en dicho zoo me explicó las diferencias en la forma de las huellas:
en el caso del jaguar, la parte central de la huella forma un pico
hacia los dedos. El anciano había sido cazador toda su vida, hasta
que se prohibió la caza: caimán, tigre (como llama la gente local
al jaguar), tapir, jabalí... El jaguar se caza desde un bote en el
río cuando éstos se acercan a las playas a beber. Hay que apuntar
bien porque sólo un tiro entre las cejas los mata; el jaguar herido
huye o ataca y eso, no sirve. El guarda del zoo mató su primer
"tigre" a los trece años, por pura casualidad cuando,
caminando en la selva sintió la presencia del animal a sus espaldas,
se volvió y, sin pensarlo dos veces, le pegó un tiro y lo dejó
muerto. Así no se matan los jaguares, me dijo, si lo hubiese herido
nada más, me hubiese atacado.
Según caminaba río
arriba, empezó a preocuparme la cantidad de huellas de grandes
felinos que plagaban las playas. Miré a mi alrededor y me di cuenta
de que ahora era yo el animal enjaulado: estaba rodeado de invisibles
fieras silenciosas. Imaginé sus ojos, escrutándome desde la maleza
e intuí que, de sufrir un ataque, no me enteraría hasta tener a la
fiera encima. No obstante, sabía que los animales salvajes jamás
atacan si no se sienten amenazados. Por otra parte, pude intuir que
las fieras prefieren alejarse del animal más peligroso: el ser
humano. Los únicos bichos que atacan sin ser invitados son los
insectos. A pesar de tales sentimientos, la selva me envolvía
cariñosamente como una placenta: en realidad estaba a gusto allí,
era todo muy natural.
Tras cuatro horas
saltando de piedra en piedra, pisoteando playas y vadeando el río
empecé a aburrirme. Jamás hubiese pensado que la selva pudiese ser
tan uniforme. El paraje en el que me encontraba ahora, en nada se
diferenciaba del paisaje cercano al campamento. Eran todo rocas y
playas, peces y huellas, palmeras y monos, pájaros e insectos de
fantasía... Todo igual, como un desierto. El recodo del río recién
alcanzado era siempre exactamente igual al trecho anterior, así que
decidí regresar. Eran las dos de la tarde. Había caminado una hora
río abajo cuando topé con mi abuelo, aunque no me di cuenta de que
era él hasta más tarde. Estaba sentado sobre una roca acompañado
de su escopeta. No advertí su presencia hasta que estuve muy cerca
de él. Saludé preguntándome al mismo tiempo si las normas de
cortesía de nuestras sociedades tendrían validez en tan salvaje
entorno. Al recibir su saludo pude comprobar que, en efecto, la
cortesía también podía ser aplicada en la jungla, y me atreví a
preguntarle si me encontraba lejos del campamento.
- El campamento Chonta ya
lo ha pasado.
- Eso es imposible, el campamento Chonta queda río abajo.
- Eso es imposible, el campamento Chonta queda río abajo.
- No, le digo que está
río arriba. - Pensé que Chonta era el nombre del lugar, sin duda
una zona bastante extensa. También consideré que pudiese haber más
de un campamento, e incluso sospeché que el viejo quisiera
engañarme.
- Y yo le digo que he caminado cuatro horas río arriba y solamente una hora río abajo. El campamento tiene que estar al menos a una hora más de
- Y yo le digo que he caminado cuatro horas río arriba y solamente una hora río abajo. El campamento tiene que estar al menos a una hora más de
camino río abajo.
- Pues busque sus huellas. - En efecto, al examinar la arena del río, pude
- Pues busque sus huellas. - En efecto, al examinar la arena del río, pude
comprobar que mis huellas
iban en una sola dirección: hacia abajo. Le agradecí su ayuda
mientras me avergonzaba de mi novatada selvática. El campamento
quedaba a unos cien metros hacia arriba del lugar de la aparición.
La uniformidad del paisaje me tenía hipnotizado y me había sido
imposible reconocer la entrada al campamento. Además, fui incapaz de
calcular correctamente el tiempo de bajada, el cual había supuesto
ser de unas dos horas. Una vez en el campamento, al reflexionar sobre
aquella experiencia, me di cuenta de que, de haber seguido río
abajo, me hubiese perdido y, seguramente, hubiese sido presa del
pánico, ya que había dejado mi mochila en el campamento y no
llevaba más que mi machete. Al darme cuenta de mi error, me hubiese
puesto histérico, caminando corriente arriba, corriente abajo,
intentando buscar la entrada al campamento, jurando al viento,
cagándome en todas las palmeras y en todas las rocas, gritando
insultos al río, a los acantilados y al tiempo; tal y como ocurrió
en mi segundo viaje al Parque Amboró, cuando perdí mis huellas. En
aquella ocasión nadie vino a salvarme porque llevaba comida para
tres días y, al final, acabé encontrando el camino por mí mismo.
Pero ahora, mi abuelo, al verme caminando como un turista inglés,
esgrimiendo mi machetito como un paraguas, había venido a indicarme
el camino. Cuando era pequeño, el yayo me llenaba de pájaros la
cabeza con historias que me emocionaban. Me contaba sus aventuras en
las selvas de África cuando, montado sobre fabulosos elefantes, se
enfrentaba a peligros sacados de aquellas viejas películas de Tarzán
que tanto nos gustaba ver juntos. De vuelta en el campamento me di
cuenta de que la única misión de ese hombre en mi vida era
mostrarme el camino, su existencia no pudo haber tenido otro sentido.
En efecto, toda esa
aventura estuvo dictada por el destino desde un principio. Al día
siguiente, de vuelta a casa, me perdí a plena luz del día
exactamente en el trecho que había atravesado a ciegas y sin
problemas dos noches antes. Fue fascinante comprobar el estado de la
zona: un laberinto de senderos cortados de repente por un gigantesco
hundimiento del terreno: el barranco que había atravesado a la luz
de la luna. Cuando por fin llegué al río Surutú, ya cerca del
cruce de Huaitú, volví a encontrarme con los cascajeros. En la
misma orilla del río donde trabajaban, un ganadero descuartizaba una
vaca enorme que colgaba de un árbol mientras, sobre una gran lámina
de plástico azul, la carne era cuarteada azarosamente por unos
carniceros. Cuando estuvo el gran estómago azul al descubierto, una
señora acercó a la escena a un niño flaco de unos dos años,
envuelto en una toalla, y lo entregó a uno de los oficiantes. El
niño gritaba rodeado de carniceros, sangre y cuchillos en corro de
aquelarre. El brujo principal rajó el estómago de la vaca y,
rápidamente metieron al niño berreante, cabeza y todo. Allí dentro
estuvo metido unos cinco segundos, hasta que lo rescataron cubierto
de hierba semidigerida. Alrededor de ese matadero-altar improvisado
esperaban los clientes con bolsas de plástico y cuchillos en mano.
Yo me encontraba cansado y hambriento tras seis horas de camino sin
comer nada, y creí alucinar: del río emergía toda una sociedad, un
nuevo pueblo de nuevos esclavos y de nuevos señores.
©Félix
Chivite-Matthews2000
No hay comentarios:
Publicar un comentario