Escrito en Cintruénigo, España, 2002.
Para
mí está clarísimo que nada en esta vida es casual. Se trata de una
manera de sentir la vida, no podría defender esta postura con
argumentos lógicos, pero sí que puedo poner un buen ejemplo para
explicar mi manera de ver las cosas.
Hace
una semana fue mi cumpleaños. Escogí ese día para comprar un reloj
medio bueno, un poco caro. No tan valioso como el reloj de oro que me
dejó mi abuelo, ni tan deportivo como mi querido y fiel Casio. Un
reloj que combinase mejor que este último con camisas y corbatas. Un
reloj con carácter: elegante, pero no tanto como el del abuelo;
dinámico, pero menos lanzado que el Casio; fuerte, pero no burdo.
Una máquina honesta, discreta, sin gilipolleces, para ver la hora
nada más.
Había
pasado el verano examinando los escaparates de las relojerías y,
cuando fui a comprarlo, sabía más o menos lo que quería. Después
de considerar varios modelos, escogí un Seiko. Ese día me
acompañaba mi madre, a quien explicaba el buen resultado que me
había dado el Casio y la pena que me daba dejarlo tras 5 años de
mutua fidelidad. Me quité de la muñeca el viejo compañero japonés
y se lo enseñé a mi madre: Mira, funciona perfectamente. Pero la
pantalla estaba gris, sin un solo dígito. Sus traicionados chips no
soportaban la presencia del duro y reluciente Seiko. No quería verme
ni hablar conmigo. Pero el relojero insistió en que sería la
batería. Pásate por la tarde y lo tendrás listo.
En
efecto, esa misma tarde, mi Casio pasaba los segundos como si nada.
Bueno –le dije un poco decepcionado- por lo menos estás vivo.
Qué
casualidad, quedarse sin batería en ese preciso momento, pensaba, ya
en la cama, mientras decidía a qué hora iba a despertarme al día
siguiente. Tomé el despertador entre mis manos y, al ir a mover la
manecilla de la alarma, comprobé que había desaparecido la rueda de
control. Otra casualidad, sin duda. Tras una inútil búsqueda por la
habitación, recordé que tenía otro despertador que funcionaba con
el mismo tipo pilas. Encontré el despertador donde lo tenía
guardado. Cuando lo miré a la cara, tampoco éste quería verme: las
dos manecillas yacían muertas debajo del seis.
Al día siguiente, me
despertó la voz del Casio con su acostumbrada fiabilidad.
©
Félix Chivite Matthews 2002
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